Reformas del Ministerio de la Guerra: ascensos y
pruebas de aptitud.
Tras el Desastre
colonial de 1898, el cuerpo de oficiales había crecido de forma
desmesurada, creando un exceso de mandos sin destino y unas
promociones bloqueadas. Además, desde 1909 España combatía en
Marruecos; los oficiales destinados allí recibían ascensos por
«méritos de guerra», lo que les permitía adelantar a sus
compañeros peninsulares en el escalafón. Este sistema generaba
agravios comparativos: los oficiales destinados en la Península
veían cómo los «africanistas» eran ascendidos aceleradamente,
rompiendo la tradición de ascenso exclusivo por antigüedad.
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Alfonso XIII y Eduardo Dato |
El Ministerio de la
Guerra intentó abordar estas tensiones con reformas que finalmente
avivaron el descontento militar. Siendo ministro el general Ramón
Echagüe (1913–1915) en el gobierno conservador de Eduardo Dato, se
propuso reducir la oficialidad excedente mediante retiros
anticipados, aunque el plan no llegó a aplicarse antes de la caída
de ese gobierno. Su sucesor, el general Agustín Luque (ministro con
Romanones), presentó en 1916 un plan de reforma que incluía
amortizar un gran número de vacantes –dejando a unos 4.800
oficiales sin destino– y reformar el sistema de ascensos. La
propuesta de Luque planteaba mantener los ascensos por antigüedad en
tiempos de paz, pero introduciendo exámenes de aptitud física y
profesional para evaluar a los candidatos, abriendo la puerta a
futuros ascensos por mérito (bajo supervisión del Consejo Supremo
de Guerra y Marina). En junio de 1916, además, el gobierno de
Romanones emitió una orden general exigiendo pruebas de aptitud
obligatorias a los oficiales que quisieran ascender de grado.
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General Agustín Luque |
El capitán general
de Cataluña, general Alfau, decidió introducir pruebas de aptitud
entre todos los oficiales, jefes y generales, que se juzgaron
humillantes. El asunto se abandonó por un tiempo, pero pasados unos
meses Alfau insistió en dichas pruebas. Se estableció que se debía
mandar un batallón en instrucción básica, en un solar cercano a la
Gran Vía Diagonal, y se sometió a la pruebas a un teniente coronel
y dos comandantes de Infantería, que la superaron sin problemas.
Dada la afluencia de público, que se entretuvo en hacer chistes y
comentarios, los oficiales de Infantería de la Ciudad Condal se
ofendieron.
Estas iniciativas
pretendían modernizar el Ejército y garantizar la idoneidad de los
mandos, pero fueron recibidas con hostilidad por amplios sectores del
cuerpo de oficiales. Muchos vieron las pruebas de aptitud como un
agravio personal: oficiales con años de servicio interpretaron tener
que examinarse como una humillación a su dignidad profesional. En
particula
r, el cuerpo de Artillería e
Ingenieros
se negaron
en bloque a someterse a los exámenes, y pronto los oficiales
de Infantería secundaron esa negativa corporativa. El malestar
latente por los bajos sueldos y las promociones arbitrarias encontró
en esta medida el detonante para la movilización.
Reacción de los oficiales: agravio y espíritu
corporativo.
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Coronel Benito Márquez. |
La respuesta de la
oficialidad afectada fue una protesta inédita que rompía la
disciplina tradicional. Los jefes y oficiales –especialmente
capitanes, comandantes y tenientes coroneles peninsulares– se
sintieron atacados por unas reformas que, a su juicio, premiaban el
favoritismo y depreciaban sus carreras. Reivindicaban la defensa del
escalafón cerrado, es decir, ascensos estrictamente por antigüedad
y méritos de servicio conocidos, frente a lo que percibían como
«ascensos a dedo» de los destinados a Marruecos. Estos oficiales
veían en los nuevos criterios «una vulneración de la tradición
militar y un trato injusto» hacia quienes no podían obtener méritos
de guerra.
A esta queja
profesional se sumaba la penuria económica que atravesaban muchos
militares. Con sueldos congelados desde antes de la guerra, la
galopante inflación de 1915–1917 los había empobrecido
sensiblemente. Los oficiales hablaban abiertamente de la «carestía
de las subsistencias» y denunciaban que apenas podían mantener a
sus familias con pagas cada vez más devaluadas. Así, se fue
gestando entre ellos un marcado espíritu corporativo: ante la
pasividad del gobierno, decidieron unirse para defender sus intereses
profesionales (salarios, ascensos y respeto al escalafón). Tomaron
incluso prestados elementos del ideario regeneracionista,
argumentando que sus reivindicaciones (reducir oficiales sobrantes,
primar la competencia, dignificar su situación) buscaban también el
bien del Ejército y de la Patria. Convencidos de la justicia de sus
reclamos, los oficiales desafiaron la jerarquía creando
organizaciones propias –al modo de «sindicatos militares»– para
hacer presión colectiva.
Nacimiento de la Junta de Defensa de Infantería
en Barcelona.
No
estará de más recordar el ambiente de Barcelona en esos años,
obrerista y nacionalista, y además en esas fechas algunos periódicos
catalanes atacaban al Ejército afirmando que los militares iban a
África a enriquecerse. Cuando Alfau exigió hacer la prueba a jefes
de Artillería e Ingenieros, éstos se negaron.
El
temor de los oficiales de Infantería de verse sometidos a la
vejación les llevó a reunirse. Según Mola Vidal, fue el capitán
Emilio Guillén Pedemonte quien lanzó la idea de constituir una
Junta de Defensa de sus derechos, similar a las que ya habían
funcionado para artilleros, ingenieros y Estado Mayor. Cardona afirma
que fueron los capitanes Álvarez Gilarránz y Viella Moreno, del
regimiento de «Vergara» nº 57, quienes fundaron una Junta de
Defensa del Arma de Infantería, con carácter de sindicato
corporativo, que integraba a todos los oficiales de carrera del
regimiento, incluido el coronel. Otra versión afirma que los
oficiales de infantería se reunían, en 1916, en la Plaza de
Cataluña, para discutir sus problemas. Al llevar el invierno y
hacerse incómodas las reuniones por el frío, se pensó en crear un
comité, con un oficial por cada unidad para realizar reuniones de
información, realizándose una de ellas en el cuarto de banderas del
«Vergara» n.º 57, de donde salió la idea de crear la Junta y
notificarlo a toda España.
No
es extraño que la protesta surgiera en Barcelona, una guarnición
descontenta. Los militares de Barcelona se dieron cuenta de su papel
primordial como garantes del orden en un momento en que el obrerismo
y el catalanismo iniciaban una ofensiva contra el Gobierno. Estos
delegados viajaron y contactaron por toda España, incitando la
formación de juntas de oficiales en todos los distritos. En
principio no parecieron tener gran éxito.El liderazgo lo
asumió
el coronel Benito
Márquez Martínez, jefe del Regimiento de Infantería «Vergara»
nº 57, de guarnición en Barcelona. Márquez, nacido en
1858, era un veterano de Filipinas y Cuba con prestigio entre sus
compañeros, y pronto se convirtió en el principal promotor del
movimiento juntero a nivel nacional.
Junto a él
destacaron oficiales más jóvenes como los capitanes Álvarez
Gilarránz y Viella Moreno, entre otros, quienes actuaron como
organizadores y enlaces dentro de los distintos acuartelamientos
barceloneses (se les suele citar entre los fundadores de la Junta de
Infantería).
Las circunstancias
exactas de la fundación de esta Junta de Defensa de Infantería de
Barcelona fueron discretas, dadas las posibles represalias. Es sabido
que los primeros contactos ocurrieron en casinos militares y
reuniones informales de oficiales, donde se discutieron las reformas
de Luque y se decidió articular una respuesta colectiva.
En diciembre de 1916
la Junta de Infantería redactó y aprobó su primer reglamento
interno, fijando su estructura y objetivos. En dicho reglamento se
establecía una organización jerarquizada: cada unidad o regimiento
tendría una junta, de las cuales emanaría una junta general de la
guarnición; esta a su vez enviaría representantes a una Junta
regional o central. El reglamento definía también las
reivindicaciones básicas: exigir respeto al sistema de ascensos por
antigüedad (anulando las pruebas de aptitud y limitando los méritos
de guerra), aumento de sueldos acorde al coste de la vida, y rechazo
a cualquier injerencia política en los ascensos (es decir, combatir
el favoritismo).
Con esa normativa
interna, la Junta de Infantería de Barcelona quedó clandestinamente
constituida, logrando sumar en pocas semanas la adhesión de la gran
mayoría de oficiales de infantería de la plaza.
Expansión del movimiento juntero.
En
1916, la inflación había contraído los sueldos de los
funcionarios, entre ellos los de los militares, congelados desde
1914. Se habían bloqueado todos los intentos para reformar la
estructura del Ejército en 1915 y 1916. En 1916 incluso disminuyó
el presupuesto militar. La única salida para mejorar la situación
económica para muchos militares, era Marruecos.
El
19 de agosto de 1916, el Gobierno presentó en las Cortes un proyecto
de reformas militares, en el cual se proponía la desaparición de
ascensos por méritos de guerra, los cuales sólo serían posibles
por ley extraordinaria aprobada en el Congreso, así como que las
condecoraciones serían meramente honoríficas, sin recompensa
económica.
En
el segundo semestre de 1916, presidía la Junta de Infantería de
Barcelona el coronel Benito Márquez Martínez. Contaba con el
beneplácito del capitán general Alfau, y se redactó un reglamento,
de treinta y siete artículos, aprobado en diciembre de 1916, que
llevaba adjunto un compromiso de adhesión. Su primer artículo decía
así:
«Se
constituye la Junta de Defensa de la Escala Activa del Arma de
Infantería para trabajar por su mejora y progreso, para mayor gloria
y poderío de la patria; para defender el derecho y la equidad en los
intereses colectivos y los individuales de los miembros de ella,
desde la salida de la Academia hasta el empleo de coronel inclusive.
Es decir, todos los oficiales particulares del Arma. Es otro de sus
fines fomentar el verdadero compañerismo, mutua ayuda y perfecta y
legendaria caballerosidad desarrollando estas virtudes en la
oficialidad y velando por su decoro y prestigio profesional;
persiguiendo con particulares iniciativas y con la ayuda que recabe a
los poderes constituidos, por una parte, los medios y facilidades
para que pueda adquirir y perfeccionar el oficial las actitudes
profesionales; y por otra, para que mejore la situación económica y
renazca la interior satisfacción que nace de sus entusiasmos al
empezar su carrera y se perpetúa con la confianza en la justicia y
equidad con que serán apreciados sus méritos y esfuerzos».
Aunque
esta reivindicación figure en último término, sobre todo exigía
aumento de sueldo y ascensos, siendo también exigida una mejora de
la situación profesional. Se crearían una Junta local por
guarnición, otro regional, que agrupara a éstas por Regiones
militares, y una Superior, a nivel de toda la nación. Los acuerdos
se tomarían por mayoría de dos tercios, y los integrantes se
comprometían a acatar y sujetarse a las decisiones tomadas, a través
de un juramento, con el cual se ingresaba en la llamada «Unión del
Arma». Junto a principios democráticos, como acatar las
resoluciones tomadas por mayoría, encontramos también el compromiso
a obedecer dichas resoluciones bajo palabra de honor.
El
documento de adhesión decía así: “Confirmándome con este
reglamento, lo acato, prometiendo cumplirlo y procurar sea cumplido
por todos, así como poner de mi parte todo lo posible para conseguir
con la unión fraternal del Arma de Infantería mi bien colectivo e
individual. Prometo, también, bajo palabra de honor, que si en el
cumplimiento de alguna decisión que el Arma, conforme a este
reglamento adoptase, resultare perjudicado en su carrera o interés
cualquier compañero, procuraré, por todos los medios posibles,
ampararle en unión de todos mis compañeros del Arma, y, desde
luego, a garantizar al damnificado los sueldos de sus empleos en
activo hasta el de coronel inclusive, a medida que vaya alcanzándoles
por antigüedad quienes le siguen en el escalafón y al retiro que en
la misma forma le corresponde».
En
busca de aliados, Márquez entró en contacto con Cambó, y entonces
el gobierno liberal de García Prieto se alarmó.
Los
rumores acerca de las iniciativas legislativas de los Gobiernos, en
concreto la desaparición de la escala cerrada, convencieron por su
parte a la Junta Central de Artillería la conveniencia de estrechar
el contacto con el poder político. Junto a la Junta de Ingenieros,
la Junta de Artillería, a través del coronel Ángel Galarza,
planteó al presidente del Gobierno, conde de Romanones, su oposición
a esta medida. El coronel Galarza convenció a Romanones, y la
iniciativa quedó relegada.
En
enero de 1917 se formaron ya juntas de oficiales de Infantería y
Caballería en la mayor parte de las guarniciones. Cada Regimiento y
ya se había dotado de su correspondiente Junta, presidida por su
coronel, en la que no se aceptaban ni a los generales, ni a los
suboficiales y tropa, ni a los oficiales procedentes de la tropa.
La
Junta de Infantería de Barcelona quiso coordinar sus
reivindicaciones con la Junta Regional de Artillería; pero los
artilleros desconfiaban de las intenciones de los infantes.
Tras la fundación
de la Junta de Infantería en otoño, el movimiento se extendió en
al resto de la península. Para mediados de 1917, prácticamente
todas las guarniciones importantes del país tenían juntas locales
de oficiales –se llegó a contabilizar más de 30 Juntas militares
activas en ese año que operaban al margen de la legalidad castrense
pero con amplio respaldo entre sus miembros.
Desde el inicio hubo
empeño en coordinar estos núcleos dispersos para aumentar su fuerza
negociadora. Se estableció en Barcelona una Junta Central de Defensa
que serviría de órgano supremo de representación. Este organismo
coordinador quedó presidido por el coronel Benito Márquez, dado su
prestigio como impulsor original del movimiento. Las juntas de cada
arma eligieron delegados que en contacto con Márquez articularon una
verdadera red nacional juntera. Inicialmente, las comunicaciones
fueron secretas y se basaron en la solidaridad corporativa:
circulaban cartas y emisarios con las actas de reuniones y las
peticiones acordadas. Para inicios de 1917, esta red estaba lo
suficientemente consolidada como para que las distintas juntas
actuasen en bloque ante el gobierno.
En cuanto a
estructura, cada Junta se organizaba de manera asamblearia pero
jerarquizada. Integraban solo a jefes y oficiales en activo (de
capitán para arriba, normalmente), excluyendo a la tropa y
suboficiales. Dentro de cada junta de arma se elegía un comité o
mesa directiva, encargada de redactar comunicados y negociar con la
autoridad militar. A su vez, esos comités locales respondían ante
la mencionada Junta Central con sede en Barcelona, que funcionaba
casi como un «estado mayor» paralelo del movimiento juntero. De
este modo, al llegar la primavera de 1917, los oficiales junteros
habían logrado una gran cohesión: compartían un pliego común de
reivindicaciones corporativas (subida salarial inmediata, anulación
de los exámenes de ascenso, garantía de ascensos por escalafón,
etc.) y estaban dispuestos a plantar cara unida al Ministerio de la
Guerra. Esta inédita unidad de los mandos intermedios del Ejército
supuso la creación de un auténtico grupo de presión militar dentro
de la España de la Restauración.
El general Alfau y la crisis de mayo de 1917 en
Barcelona.
El gobierno,
alarmado por la propagación de las juntas, intentó frenarlas en la
primavera de 1917. A finales de abril cayó el gabinete Romanones y
le sustituyó un gobierno liberal presidido por Manuel García
Prieto, más inclinado a restaurar la disciplina en el Ejército. Su
nuevo ministro de la Guerra, general Francisco Aguilera, emitió
órdenes terminantes de disolver las Juntas de Defensa.
En Barcelona, el
encargado de ejecutar esas órdenes fue el entonces capitán general
de Cataluña, general José Alfau. Alfau, que hasta entonces había
tolerado la existencia de la Junta de Infantería en su guarnición,
decidió actuar con firmeza para cumplir las instrucciones de Madrid.
A finales de mayo de
1917, el capitán general convocó a los dirigentes junteros y les
exigió la disolución inmediata de sus juntas; ante la negativa de
estos a desmantelar el movimiento, Alfau ordenó arrestar a los
principales cabecillas en Barcelona. Entre los detenidos figuraron el
coronel Benito Márquez, varios capitanes (incluidos Álvarez
Gilarránz y Viella Moreno) y otros oficiales prominentes de la Junta
de Infantería, que fueron recluidos en el castillo de Montjuïc bajo
cargos de insubordinación.
La reacción del
movimiento juntero ante estos arrestos fue fulminante. El resto de
juntas locales, tanto en Barcelona como en otras plazas, se
solidarizaron con sus compañeros presos y elevaron protestas
colectivas. En Barcelona, los representantes de las distintas armas
redactaron un enérgico Manifiesto de las Juntas exponiendo sus
agravios y exigencias.
El día 1 de junio
de 1917, este manifiesto –en forma de escrito oficial– fue
presentado por la Junta de Defensa de Barcelona al capitán general
Alfau para que lo trasladase al gobierno. En el documento se exigía
la liberación inmediata de los oficiales detenidos y el
reconocimiento legal de las Juntas de Defensa, advirtiendo que si no
se aceptaban las demandas, se verían obligados a romper la
disciplina.
La amenaza velada de
un motín militar general quedaba así planteada: los oficiales
estaban dispuestos a desobedecer en masa si sus líderes no eran
liberados. De hecho, algunas fuentes mencionan que unidades enteras
de varias guarniciones estaban listas para movilizarse hacia
Barcelona o para liberar por la fuerza a Márquez y sus compañeros
si la situación se agravaba.
Esta circunstancia
desencadenó una grave crisis institucional. El rey Alfonso XIII,
informado de que el Ejército peninsular estaba al borde de la
rebelión, temió que si no se conciliaba a los oficiales se podía
llegar incluso a un golpe de Estado inminente. Según el historiador
Manuel Suárez Cortina, Alfonso XIII buscó una solución que no le
restara prestigio en el interior del Ejército y ante la disyuntiva
de respaldar a su gobierno civil o a los oficiales intermedios, optó
por apoyar a las Juntas para mantener la unidad del Ejército. El
propio capitán general Alfau, superado por los acontecimientos,
elevó informes urgentes al Ministerio advirtiendo de la indignación
generalizada entre los mandos por toda España. Presionado por la
Corona, el presidente García Prieto presentó la dimisión apenas
unos días después (principios de junio de 1917). Se evidenciaba así
que la autoridad gubernamental había quedado en entredicho por la
sublevación corporativa de los militares.
El gobierno cede: legalización de las Juntas
(junio de 1917).
Tras la caída de
García Prieto, Alfonso XIII encomendó formar un nuevo gobierno al
conservador Eduardo Dato, más proclive a transigir con los militares
amotinados. Dato asumió la presidencia del Consejo de Ministros el
11 de junio de 1917 y de inmediato dio un giro conciliador a la
política militar. Nombró como ministro de la Guerra al general
Fernando Primo de Rivera (tío de Miguel Primo de Rivera), un
veterano respetado por la oficialidad, para tender puentes con las
Juntas.
En un gesto de
apaciguamiento, el nuevo gobierno suspendió las medidas
disciplinarias contra los junteros: liberó al coronel Márquez y a
todos los oficiales arrestados en Montjuïc, cumpliendo así la
primera exigencia del manifiesto. Acto seguido, Dato decidió atender
la reivindicación principal: el reconocimiento oficial de las
juntas. Apenas unas semanas después de tomar posesión, el gabinete
aprobó un Reglamento de las Juntas de Defensa, legalizando su
existencia como órganos de consulta internos del Ejército.
Este paso equivalía
a claudicar ante las demandas militares, otorgándoles estatus
cuasi-institucional. Las Juntas, teóricamente, quedarían
supeditadas al Ministerio de la Guerra con funciones informativas,
pero en la práctica mantuvieron su estructura autónoma y capacidad
de presión.
Los líderes
junteros celebraron este logro como una victoria corporativa sin
precedentes. A cambio de la legalización, el gobierno Dato esperaba
que los oficiales retomaran la disciplina y colaboraran en
restablecer el orden público. En efecto, una vez satisfechas sus
peticiones, las Juntas de Defensa depusieron su actitud beligerante
hacia el poder civil… al menos temporalmente.
Cabe destacar que el
propio Alfonso XIII avaló públicamente la lealtad y patriotismo de
los oficiales junteros, elogiándolos tras la crisis. De hecho, esta
intervención regia recordó a muchos lo ocurrido en 1905–1906 con
los hechos del Cu-Cut!: igual que entonces el rey había apoyado a
los militares frente a los políticos (surgiendo la Ley de
Jurisdicciones), en 1917 Alfonso XIII volvió a ponerse del lado del
Ejército contra su gobierno para solventar el conflicto.
El resultado
inmediato fue que las Juntas de Defensa quedaron legitimadas y
oficialmente toleradas a partir de junio de 1917, consagrándose así
la influencia directa de un colectivo militar en la política
española.
El triunfo juntero
tuvo consecuencias prácticas: el gobierno aprobó mejoras salariales
para la oficialidad, reconociendo la erosión causada por la guerra
mundial. Asimismo, se archivaron las polémicas pruebas de ascenso y
se confirmó la vuelta al principio de antigüedad en las promociones
en tiempos de paz. En resumen, en pocas semanas los oficiales habían
logrado todo aquello por lo que se movilizaron. La prensa
conservadora saludó el acuerdo esperando que se restableciese la
disciplina, mientras sectores liberales criticaron la injerencia
militar. No obstante, a corto plazo la paz parecía restaurada entre
gobierno y Ejército: las Juntas, ya legales, aceptaron subordinarse
formalmente al Ministerio de la Guerra y colaborar con las
autoridades en momentos delicados posteriores.
Reacciones políticas: Romanones, García Prieto
y Cambó.
El episodio de las
Juntas de Defensa provocó profundas repercusiones en la escena
política. La caída del gobierno Romanones en abril de 1917 estuvo
motivada en parte por su impotencia ante el caos socioeconómico (la
huelga de diciembre 1916, el rechazo al impuesto de beneficios de
guerra por Cambó, etc.), pero también por la presión de los
militares descontentos que hacían tambalear su autoridad.
Romanones, a pesar
de haber intentado modernizar el Ejército, se negó hasta el final a
legalizar las juntas, consciente del peligro que entrañaban para la
supremacía del poder civil. Sin embargo, su sucesor, Manuel García
Prieto, pagó el precio político más alto: al adoptar una línea
dura contra las Juntas (ordenando su disolución), provocó la
alianza tácita de éstas con el monarca en su contra. La dimisión
forzada de García Prieto a comienzos de junio evidenció que ningún
gobierno podía sostenerse sin al menos la aquiescencia del Ejército.
De hecho, desde ese momento “ya no eran solo los partidos
dinásticos los que determinaban el turno de gobierno, sino que los
centros de decisión se estaban desplazando hacia los cuarteles y el
Palacio Real”. La propia Restauración quedó tocada: como señaló
el historiador Javier Moreno Luzón, junio de 1917 marcó un punto de
no retorno en la intervención militar en la política de España.
En cuanto a los
políticos catalanistas y de oposición, vieron frustradas sus
expectativas de cambio por la irrupción del factor militar. Francesc
Cambó, líder de la Lliga, había impulsado la Asamblea de
Parlamentarios en Barcelona (19 de julio de 1917) con la esperanza de
forzar una democratización del sistema y quizás un proceso
constituyente. Al principio, Cambó contempló con simpatía el
malestar de los oficiales, creyendo que su acción podría debilitar
al gobierno central y abrir paso a reformas. Incluso llegó a buscar
alguna sintonía con los militares descontentos, al coincidir en
criticar al régimen agotado del turno. Sin embargo, la rápida
conciliación entre Dato y las Juntas cambió el panorama: los
militares legalizados se alinearon con el gobierno y no con la
Asamblea de Parlamentarios.
En la práctica, las
Juntas de Defensa no dudaron en apoyar al gobierno contra los
movimientos revolucionarios o separatistas: cuando Cambó y 70
diputados catalanes se reunieron desafiando al ejecutivo, Dato
declaró el estado de guerra en Barcelona y contó con el respaldo
tácito de las autoridades militares para disolver la reunión. Como
señala Eduardo Montagut, “los militares no estaban dispuestos a
aliarse ni con los parlamentarios contrarios al turnismo… ni mucho
menos con las organizaciones obreras”. De hecho, en la posterior
huelga general de agosto 1917, las Juntas apoyaron la represión:
varios oficiales junteros dirigieron tropas contra los huelguistas
(por ejemplo, el propio coronel Márquez –aunque expulsado poco
después del ejército– destacó en la dura represión de
Sabadell).
Cambó quedó así
aislado en su intento reformista. La Asamblea de Parlamentarios fue
disuelta sin lograr sus objetivos, en parte porque los militares
junteros actuaron como garantes del orden establecido en aquel
crítico verano. Paradójicamente, Cambó terminó optando por una
posición más moderada: tras ver que el rey y el Ejército cerraban
filas, su Lliga Regionalista negoció con Madrid y acabaría entrando
en el gobierno de concentración nacional en 1918. En sus memorias,
Cambó apuntó que Alfonso XIII había jugado hábilmente sus cartas
en 1917, contentando a los militares para salvar la monarquía a
costa de sacrificar cualquier reforma profunda. En suma, la
implicación de políticos como Cambó en la crisis de 1917 demostró
que, mientras el Ejército se erigiera en árbitro del poder, las
aspiraciones de cambio político civil (fueran regionalistas o
republicanas) quedarían supeditadas y frecuentemente frustradas.
Consecuencias institucionales en el Ejército
español.
La victoria de las
Juntas de Defensa en 1917 tuvo como efecto inmediato la satisfacción
de sus demandas corporativas y una calma aparente en los cuarteles.
El gobierno elevó los haberes militares para compensar la inflación,
restableció la promoción por escalafón y aparcó cualquier reforma
impopular.

Muchos oficiales
sintieron reivindicado su honor profesional tras la legalización de
las Juntas (que pasaron a funcionar públicamente con regulaciones
aprobadas). Sin embargo, esta concesión supuso un precedente
peligroso: estableció que los militares podían organizarse y
presionar exitosamente al poder civil, abriendo una brecha en el
principio de disciplina y neutralidad política de las Fuerzas
Armadas. Como señalaría Santos Juliá, a partir de 1917 «los
militares quedaron legitimados para interferir en la vida política
del país», debilitándose la autoridad del Gobierno e incluso la
del Parlamento. El propio Alfonso XIII quedó señalado por muchos
como cómplice de esta politización castrense, ya que intervino
directamente para forzar la solución a favor de las Juntas. Esto
contribuyó a forjar la imagen de «rey soldado» más preocupado por
contentar a su oficialidad que por sostener a sus gobiernos, lo que
erosionó la credibilidad del régimen constitucional.
A medio plazo, las
Juntas de Defensa continuaron existiendo durante algunos años,
aunque su protagonismo disminuyó tras 1917. Gracias al reglamento
aprobado, operaban bajo la cobertura legal de «Comisiones
informativas» dentro del Ejército, lo que les permitió seguir
celebrando reuniones y elevando propuestas al Ministerio de la
Guerra. No obstante, con el fin de la Gran Guerra en 1918 y el
comienzo de nuevos problemas (pistolerismo obrero, Guerra del Rif),
el foco de tensión cambió.
Dentro del estamento
militar, surgieron divisiones: los oficiales africanistas veían a
los oficiales junteros como burócratas indisciplinados que habían
puesto en riesgo la autoridad militar. Para 1920–21, tras el
desastre de Annual, esta brecha se ensanchó. Los africanistas
acusaban a los junteros de falta de espíritu militar e insolidaridad
con los que combatían en Marruecos, llegando a tildarlos de cobardes
y burócratas que solo defendían sus privilegios.
Con el tiempo, las
Juntas fueron perdiendo cohesión y prestigio. Sus logros materiales
(subidas salariales, etc.) seguían vigentes, pero ya no podían
esgrimir un agravio inmediato tan claro como el de 1917. Además, el
gobierno quiso recuperar el control y en 1922, siendo ministro de la
Guerra Sánchez Guerra (en el gabinete liberal de Manuel García
Prieto), se decidió disolver definitivamente las Juntas. Primero se
las reconvirtió nominalmente en simples comisiones asesoras, y
finalmente en noviembre de 1922 se decretó su supresión total. Para
entonces, las propias Juntas habían decaído en influencia y
aceptaron su destino sin rebelarse, en parte porque muchos oficiales
junteros habían ascendido o pasado a segundo plano. La abolición de
las Juntas cerró así su ciclo de existencia formal unos cinco años
después de su nacimiento.
No obstante, el
legado de las Juntas de Defensa perduró en la política militar
española de entreguerras. Su ejemplo fomentó la creación de otros
movimientos corporativos en sectores del funcionariado (por ejemplo,
hubo comités en Correos y Telégrafos inspirados en las Juntas
militares).
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Las Juntas Militares de
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